miércoles, 11 de diciembre de 2019

Tina y Manuel



Hacía muchas Nochebuenas que Manuel esperaba despierto la madrugada. Con la ventana de su habitación abierta de par en par, durante todas las estaciones del año; junto con la ayuda del cojín extra que tenía colocado sobre su almohada, a duras penas conseguía engañar a su tercer grado de silicosis.

Habían transcurrido una docena de diciembres desde la jubilación forzosa. El aire no llegaba bien a sus pulmones, por culpa del silice. Manuel Hevia, aún con reminiscencias negras en sus lagrimales, tatuajes de sus 39 años bajando a las entrañas de la tierra, temió que la vida se le acabase cuando en el reloj de la iglesia de su aldea sonasen las cuatro de la mañana y ya no le esperase humeante el café “de pota”, al que el dueño del gastado pantalón de mahón añadía unas furtivas gotas de aguardiente.  Su compañera, Tina, le preparaba ese brebaje mágico cada día, para enfrentarse a la veta de carbón.

Tenía  55 años cuando el médico del botiquín de HUNOSA le sugirió pedir la baja, al llegar con insuficiencia respiratoria al punto médico, procedente de la galería donde apuraba los últimos minutos del trabajo a destajo de su jornada laboral.  Poco tiempo después, se le concedió el merecido retiro, no sin antes haberse rebelado contra la situación,  porque el minero no conocía otra vida, desde que recién cumplidos los dieciséis entrase a picar hulla en un chamizo.

Pero Manuel sobrevivió a todos los amaneceres posteriores, con la compañía de su mujer, a la que tenía que retener bajo las sábanas blancas, bordadas por la única tía soltera de su gran familia,  que vivía con ellos en la casa paterna, y que se empeñaba en hacerles utilizar los antiguos ajuares de algodón, negándose a los nuevos tejidos, que no era tan sanos para la maltrecha salud del benjamín. “Duerme un poco más, Tina, que los dís son muy llargos y les mañanes empiecen a tar fríes”, le dijo por enésima vez a su cómplice de múltiples batallas, intentando disimular su ahogo en aquella madrugada de de hielo, y apretando con afecto las manos delgadas de su chigrera. El repentino revés de aire, que golpeó con furia la  contraventana, le trajo un claro presagio de despedida.

Sonrió al recordar la tarde en que conoció a Valentina de la Fuente, cuando se decidió a entrar a la taberna más cercano al pozo, que ella regentaba. Siempre aparcaba la bicicleta en una pared contigua al chigre de sus delirios de amor. Fue su primer medio de transporte, regalo del hermano mayor, cuando el primogénito emigró a tierras lejanas. Lo de menos era estrenarse en la primera copa de licor fuerte, porque su objetivo era hablarle a aquella “mocina” morena y menuda, a la que todos los días miraba de reojo, antes de que la jaula le bajase a la planta 16 del subsuelo.

Cuando Tina despertó de nuevo, en el reloj de la torre retumbaban las cinco de la mañana. Y la mujer,  que había compartido la vida de Manuel desde que lo viera entrar por la puerta del negocio familiar la tarde en la que se atrevió a saludarla, descubrió que aquellas serían sus postreras campanadas juntos. El aire dejó de entrar para siempre en los bronquios cansados, dejando a su compañero con la expresión eterna de los recuerdos dulces y el gesto invencible de los mineros, tan duros y tiernos al mismo tiempo; algo así  como las protectoras montañas que les arropaban siempre. Pero aquellas cumbres serían aún más su refugio inmortal desde aquella última Nochebuena, en la que el Villancico fue un verso de Neruda, que podía leerse entre la nieve prisionera dentro de la bola de cristal que adornaba la antigua mesilla de castaño: "Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida".

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