jueves, 8 de febrero de 2018

Carmen la de Santos

Cuando llegó la noche del mismo día en que Carmen, que vivía en la quintana de El Caalón, se casó con el casín Santos, éste le dijo: "Carmen, yo voy hasta el chigre a tomar daqué con to padre. Tú vete pa la cama cuando acabes de fregar los cacíos". Carmen, mujer de carácter festivo y fuerte, exclamó para sus adentros: "¡En eso taba yo pensando!". Terminó de secar el último plato de la media vajilla, de segunda mano, que le habían regalado para su boda, volvió a adornarse con los recién estrenados pendientes de azabache, se puso por los hombros la toquilla negra, calzó "les madreñes", y salió rumbo a la taberna. 

Cuando llegó al destino prohibido para las hembras de entonces, una docena de paisanos, entre ellos padre y yerno, la miraron boquiabiertos. Se sentó en el único taburete libre, en una esquina donde divisaba el paisaje de dentro y de fuera, y pidió una copina de anís. La bebió despacio, opinó del tiempo que amenazaba tormenta, ayudó al tabernero -algo rudo- (un pucu pollín, que diría Carmen),  a echar una cuenta que se le había trabado, descalzó el pie derecho para sacar unos reales que llevaba escondidos en las zapatillas de fieltro con pompones negros y pagó su consumición. "Padre, Santos, cuando queráis marchamos pa casa", dijo con naturalidad. "Vamos, vamos", respondieron al unísono los dos paisanos. 

Desde aquel día, su marido, con el que tuvo una vida bastante feliz a pesar de los preámbulos, la invitaba siempre a acompañarle a los lugares de ocio. Ella, haciendo uso de la libertad que había conquistado, iba o no.