lunes, 30 de julio de 2012

Del estigma de ser de pueblo al orgullo de vivir en la aldea

"...Mi pueblo son sus gentes,

hombres y mujeres que labraron el surco,
aquellos que partieron en pos de un sueño
y los que dejaron los vientos y las flores
para abrazar la tierra y sus orígenes..." (Pepe cercas)


Hay un denominador común entre los que compartimos la huella de ser de aldea que nos ha concienciado en la pertenencia a una casta diferente. Una mayoría de estas generaciones pasadas, que nada tienen que ver con la integración en la sociedad más moderna de las actuales, teníamos las mejillas más rosadas, los deditos menos finos, la vestimenta no tan a la moda, el lenguaje marcado y la idea del mundo un tanto reducida. Se veía la tele -los afortunados que empezaba a tenerla- en una silla en la cocina y se hacían los deberes en ese mismo rincón. Características éstas acrecentadas en la postguerra de nuestros padres y abuelos. Por entonces un viaje a la ciudad se convertía en toda una aventura que el cine, la literatura y la televisión se encargaron de inmortalizar.

Cuarenta años atrás, alguien que conozco muy de cerca se  fue a comprar unos zapatos a la capital de provincia. Como el gusto  por la calidad  nada tiene que ver con la forma de vida, eligió un par de los de más valor. "Estos zapatos son muy caros", le apostilló la dependienta con ausencia de diplomacia. "Yo nun i dije en ningún momentu que quisiera unos baratos", le contestó con rapidez mental aquel hombre de piel curtida por los aires de altura, que siempre cuenta esta anécdota cuando sale a relucir el tema de cómo engañan las apariencias. Tal vez alguien con aspecto menos rudo hubiese tenido que pagar la mercancía a plazos. Si por algo se caracterizaba a la gente de los pueblos era por ser poco deudores."Compro y pago, vendo y no cobro", es otra famosa frase de un tratante de ganado de mi tierra.

Hubo un tiempo en que incluso algunos aldeanos fueron objeto de burlas sonadas por los habitantes de núcleos mayores, pero no siempre quienes rieron primero rieron los últimos. Conocido es el percance de unas mujeres que bajaron por primera vez en su vida a la ciudad -ahora a tres cuartos de hora,- que por entonces se les antojaba lejanísima de su caserío. Cuando se disponían a comer unos pasteles en un negocio de la localidad, unos graciosillos les sugirieron posar para hacerse una foto que les enviarían a su casa; con una falsa cámara. Pusieron su mejor cara de domingo las "ingenuas" campesinas, y siguieron degustando sus dulces ajenas a las risas originadas . Al tiempo de pasarles la factura, con el mismo gesto que habían hechos la foto se despidieron amables: "Vendremos a pagalo tou xunto el mismu día que tengamos los retratos".

Complicado deshacerse por completo de esa marca aldeana que empieza a retornar como un símbolo de status. Muchos de los que vivimos a caballo entre la ciudad y nuestras raíces en algún pueblecito seguimos sitiéndonos unidos por algo intangible como es el pertenecer a una estirpe de manos ásperas por el trabajo en el campo, que conocía cada recodo del sendero de los valles y todas sus fuentes, además del nombre de las cumbres de las abundantes montañas. Trataban de de tú a tú a los animales y al resto de la naturaleza y aún en su tosquedad tenían parcelas de ternura. Nos sentimos ahora orgullosos de esos antepasados que un día se sintieron perdidos en la gran ciudad, con unas madres que no lucían el refinamiento de horas de peluquería y paseos por variopintas tiendas y unos padres que se sentían extraños en ropajes poco habituales en su cotidianeidad. La ropa de domingo era para los días festivos y aún con ella parecían menguados cuando la llevaban a lugares donde se sentían más chiquitos. No se si con la madurez o con el avance de los tiempos, nos percatamos ahora que no cambiaríamos la sencillez de nuestros antepasados por el encono de otros. No obstante, hubo una época en la hubiéramos deseado que nuestra progenitora hubiese lucido el cabello enlacado y nuestro papá se pasease entrajeteado y oliendo a colonias caras por las reuniones del colegio.

Inexplicablemente para muchos, nos daban un poco de envidia quienes vivían en la colmenas que, al fin y al cabo, son los pisos de ciudad, con independencia del lujo de los mismos. Era un cierto complejo de escasez de refinamiento que, de algún modo continúa en algún rinconcito de nuestras neuronas. Ese algo posiblemente inexistente nos hacía sentirnos inferiores a los chicos y chicas de población, más duchos en el manejo de las modas y otros instrumentos de las urbes que en última instancia no pasaban de la superficialidad. Una vez intimados con ellos y sus circunstancias, incluso les aventajábamos en desparpajo y conocimientos. Pero eso se demostraba con la timidez de quien siempre se encuentra desubicado y en desigualdad de condiciones.

Existió una etapa, cuando el progreso comenzó a unificarse, que en las aldea se construían o renovaban las casas imitando a las de nuestros vecinos de la ciudad. Del  mismo modo la decoración interior emulaba cocinas y salones de cualquier piso de la villa, aunque a posteriori se empezó a demostrar que se puede vivir confortablemente conjuntando tradición y progreso. Comenzaron también a llegar otro tipo de alimentos; no siempre más sanos que los cocinados con los cuatro ingredientes básicos de la tierra. Mi padre intercambiaba el bocadillo de chorizo o jamón casero que se llevaba a la mina por otros que sus compañeros en el tajo llevaban de su poblado. Los embutidos ya elaborados en fábricas representaban algunas de aquellas novedades cuya calidad no siempre iba a juego con su estética. Hace ya unas décadas que volvieron  las casas de piedra, los materiales nobles, las cocinas de leña, los corredores y las chimeneas en los salones. Se retomó el lenguaje autóctono y algunas costumbres dignas de ser protegidas.

En la actualidad vivir en un pueblo pequeño constituye todo un lujo, envidiado por muchos.Los accesos a las comodidades de la modernidad están al alcance de la mano.Por ello la balanza se inclina ahora por la libertad de disfrutar de una casita en medio de la naturaleza, saludar en directo a tus vecinos en cuanto te levantas, sentarte a media tarde en las inmediaciones de tu vivienda para disfrutar de una charla amigable con una fruta madura en el árbol y despedir el día mirando más de cerca la luna mientras escuchas sonidos del libre albedrío de una variada fauna sólo es posible si habitas en alguna de esas reservas naturales, ahora objeto de deseo. Quien tiene  la posibilidad de ir todos los días al gallinero, coger unas lechugas en la huerta, hacer un postre con sus propios frutos secos o disfrutar de un baño en el remanso de un río a tiro de piedra, tiene un tesoro.

 Mejores accesos al progreso social en general desmitificaron esa visión de sinónimo de pueblerín. Somos ahora  afortunados del disfrute de ambos mundos que se dan la mano a través de las distintas vías de comunicación.  Nuestros hijos pueden comprobar de primera mano que los huevos no salen del supermercado de la esquina o que los tomates no se reproducen en las estanterías de una gran superficie comercial. Es más, muchos firmaríamos por vivir de seguido en la aldea que un día nos vio nacer. El universo ya no tiene barreras para las fisonomías ni las mentalidades. Por eso, hay que colaborar, cada uno desde su parcela social, en el incentivo de aquello que haga más fácil la vida de la gente que decida quedarse en esos minifundios entre valles y montañas que van enraizando nostalgias y progresos.


Imagen: El pueblo de Soto de Agues (Asturias) cuando todavía las imágenes eran en blanco y negro. Autora  de la foto:  Ana María de Vásquez.