miércoles, 31 de enero de 2018

Si buscas milagros mira: San Antonio el del Campu Xuan

Continuando con las pérdidas, con los milagros, con los deseos... sí, a veces, somos tan incoherentes que, aún declarándonos ateos convencidos, nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena o de San Antonio cuando no hay forma de encontrar algo perdido. Por eso, nos delatamos pidíendole a nuestro vecino más milagrero, cada quince días más o menos, que nos encuentre las llaves del coche, una sortija, las gafas que la presbicia no perdona, unos impresos para presentar en la administración pública o una camisa del invierno pasado que no aparece por ningún armario. Por eso, pedmitidme confensar que creo que San Antonio, concretamente en el que vive en la capilla del Campu Xuan, hace milagros.

Después de buscar media tarde una cosa, acabo sucumbiendo e implorando al cielo:"Cinco euros a San Antonio si me encuentra el DNI" .La oferta monetaria suele ir en proporción con el valor de lo perdido.Por ello, los despistados, entre los que me incluyo porque llevo el gen de los Hevia, casi que tenemos que dedicar una renta a lo encontrado por "el glorioso Antonio", que dice la canción que le dedican en la procesión que le pasea desde San Andrés hasta su capilla habitual, previo viaje en coche (hasta los santos se acomodan)  una semana antes a la iglesia para ofrecerle la novena anual.

No os engaño si cuento que una lista considerable de objetos aparecieron por casa pocos minutos después de la oferta al Santo. Llevábamos buscando todo la mañana el mando de la tele, imposible de programar sin él. Durante la tarde lo buscamos otro rato más y, ya llegada la noche, nos rendimos y recurrimos al Santo. "Dos euros a a SaAntonio (así se dice en el idioma autóctono) si aparece el mando. Un segundo después, meto la mano en una esquina tras el cojín del sofá, por donde ya habían pasado dedos, y allí estaba el objeto extraviado. Esta es una de tantas anécdotas que tengo entre los hallazgos pedidos al nacido en Padua, pero del epicentro de Soto de Agues de toda la vida (cosas del don de la ubicuidad de los divinos). Sin embargo, el favor más agradecido fue cuando recuperé una sortija de oro; el primer regalo, y por eso el más especial, de ese ingenuo e incondicional amor de juventud, que en la actualidad sigue siendo mi otro "santo". Había ido con mi madre y una amiga a llevar unas ovejas a una finca cercana al pueblo. De vuelta noté que se me había caído el anillo. Retomamos de nuevo el camino a la inversa, pero nada relucía por allí.A punto de tirar la toalla, Bárbara -mi madre- jugó la última baza, ofreciéndole no sé que pesetas (A San Antonio no le quedó otra que adaptarse ahora a la nueva moneda, como anteriormente hubo de aprender a convertir los reales), removió un poco la hierba del prado y allí estaba mi sortija con su perlina azul.

Podría estar enumerando muchos más hallazgos, previa oferta favor por nuestra parte a San Antonio. Porque, eso sí, tienes que darle lo ofrecido; de lo contrario te arriesgas a que vuelva desaparecer. De ahí que en Soto digan que "ye muy interesau". Por ese motivo, hace apenas tres semanas, le aconsejé al encargado de una obra que buscaba su móvil-oficina, desesperado desde hacía día y medio, que le ofreciese algo de valor a San Antonio. Al llegar a casa esa misma tarde, me contó que tenía un aviso a su teléfono fijo de que el teléfono había sido depositado en la comisaría más cercana.

De cuando en cuando también se nos cae el mito. Si no que se lo digan a Rosario la Coxa, una vecina del pueblo, que hace mucho tiempo fue la encargada de cuidar una vaca que le habían dado en ofrenda a San Antonio. Pero el animal acabó muriéndose. Ante el acontecimiento, no se le ocurrió otra cosa que dar "unos gillaazos" al patrón. "Mentecatu, si nun cuides lo tuyo cómo vas a cuidar lo de los demás", dijo la mujer según cuenta  la historia oral de los cuentos antiguos de mi aldea.

El caso es que poder bajado del cielo, sugestión, casualidad, destino, telekinesia o aleteo de la mariposa, cuando pides algo a San Antonio al tiempo que le ofreces otra cosa, lo perdido suele aparecer de inmediato. Aunque seguramente habrá personas, cosas o hechos que no queramos volver a encontrar jamas... Entonces habrá que recurrir a la Santa Rita, la de Boroñes,  abogada de los imposibles; quien tampoco concede nada gratis por aquello de que no hay rosa sin espinas.O quizás al Cristo de Tanes ante el que, con la Magdalena tan cerca, confirmando aquello de que "detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer", no hay incrédulo que se resista.

En definitiva, que pocos se escapan a "la fe del carbonero", que es la del por si acaso o la del por pedir que no quede, porque a veces sucede lo extraordinario...




martes, 23 de enero de 2018

Flor


La primera vez que Flor subió a un avión ya había pasado más de la mitad de su vida. Viuda desde muy joven, no quería ni oír hablar de la posibilidad de echarse un nuevo compañero; testaruda y fiel a esa mentalidad de antaño de ser leal a un solo hombre, aunque se hubiese quedado sin pareja  a medio camino de su juventud. Pero no se negó a  la aventura de volar, porque a ella no había circunstancia que la amedrentase.

Aquel inolvidable viaje en avión, en el que atravesaría el océano -para una vez que viajaba que fuese de verdad-, Flor se reencontraría con algunos de sus familiares más cercanos que habían emigrado a la Argentina. Por San Antonio, y desde que se trasladara valle abajo, siempre regresaba a Soto dÁgues a pasar unos meses en la aldea donde se había casado, y en la que transcurrieron muchos años de su vida, cuidando de su familia y aprendiendo a coser a varias generaciones de mujeres del pueblo. Era cuando nos repetía su aventura en el vuelo a través del Atlántico. Y todos los veranos la escuchábamos con la boca abierta, aunque nos supiéramos la historia de memoria. Porque ella, mujer de palabra fácil y vehemente, tenía el poder de acaparar la atención. De este modo, sentada muchos  atardeceres de verano en el banco de madera de El Caalón, de la Plaza del Campu Xuan o en el de su anteojana de La Sapera, la costurera nos narraba por penúltima vez:

"Tocome ir sentá en el avión junto a un señor de muy buena presencia. Ensiguía entamamos conversación, porque los dos éramos entreabiertos y, como el que non quier la cosa, contei la mio vida", comenzaba su relato esta mujer que tenía algo de lo que en la era digital se le viene llamando Influencer.

Así, Flor, nacida en el pueblo casín de Coballes, y casada con un coyán de Soto, apenas despegó el vuelo comenzó la historia por el día en que ella y su más de media docena de hermanos, la mayoría hembras, se quedaron huérfanos de madre siendo muy jóvenes. Su padre, un hombre nada machista para aquellos tiempos, y convencido de que aquellas mujeres eran capaces de hacer cualquier trabajo, les dio todo el poder a sus hijas que hicieron y deshicieron a su antojo; algo así como la novela de "Mujercitas", pero en versión paterna. Flor se especializó en la costura, que sería su profesión futura. Con el tiempo, el progenitor se casó de nuevo y tuvo otro puñado más de hijos, más los comunes del matrimonio. Con lo que juntaron 18 descendientes. Por la seguridad con que la modista lo contaba, creíamos al pie de la letra que se llevaron estupendamente entre los hermanos y los hermanastros, protegiéndose y cuidándose, porque la diferencia de edad hacía que muchos de ellos hiciesen la función de padres y madres.

Cuando Flor se casó con Emilio todavía era muy "jovencina". Habían pasado muy pocos años cuando ya enviudó y se quedó con su única hija y su suegra María; una mujer de remango, que pasó por la tragedia de perder otro hijo, su nuera y una nieta en un accidente de tren en Buenos Aires. Las dos tenían un carácter fuerte y un personalidad con la que pocas personas se atrevían a jugar, pero dotadas, además, de la suficiente inteligencia emocional  para que la convivencia transcurriese en armonía hasta que la abuela murió

Con un lenguaje a medio camino entre el habla de Casu y la de Sobrescobio, y una espontaneidad propia de una mujer que había aprendido a nadar en la dura escuela de la vida, sin perder la claridad de las palabras ni la seguridad de quien lidió con tareas de todo tipo, cruzaron el charco sin que al interlocutor le hubiese acudido la fobia a volar, ni  se le hubiesen entumecido las piernas tras tantas horas de vuelo.

Al despedirse, el anfitrión les dio su dirección y su teléfono, y le hizo saber a la modista que había pasado un viaje encantado con las historias de una mujer tan auténtica y luchadora. "Bueno, yo me despidí con educación, pero segura de que non lu volvería a ver más en la vida", explicaba Flor.

Unas semanas después de su estancia en Buenos Aires, sus familiares las llevaron a un lugar muy turístico del país, y en el primer restaurante que fueron a comer se encontraron con el pasajero del avión y su mujer, "que nos miró como si hubiese visto a Dios", recalcaba la casina.

Durante los días que pasaron en aquella estancia paradisíaca, Flor y sus acompañantes tuvieron todas las atenciones y facilidades del anfitrión que conoció en el vuelo, ordenando a sus empleados que las tratasen como a  invitadas de honor. Porque resultó ser que aquel "paisano", al que contó su vida mientras volaban, era un acaudalado terrateniente, encantado con la sorprendente vida de Flor, y su peculiar manera de narrarla en positivo.

Me dio por recordar a esa mujer que tenía la risa tan contagiosa como inquisitiva la mirada, porque vi una foto que hice de su pueblo natal. un invierno de nieve. La imaginé paseando con su cojera congénita; inconveniente que no le impidió nunca "bailar como la que más en les romeríes y echame uno de los mozos más curiosos (elegantes) del pueblu".

De la manera que Flor contaba sus historia, uno se imaginaba que debían de estar deliciosas aquellas tortas de harina de maíz con leche de sus vacas casinas que preparaban para desayunar, que tenían que sentar de maravilla los pantalones que hacía para sus hermanos durante las horas que le dejaban libres las tareas de cocina y limpieza -me creo que las tablas de madera de sus casas de Coballes, primero y de Soto de Agues depués que repulían con arena , brillasen como el parqué más sofisticado-, y que los vestidos que llevaban a las fiestas patronales las chicas  de la familia, las hiciesen parecer las princesas que comenzaban a aparecer por las revistas que caían de cuando en cuando por sus manos.

No es de extrañar entonces que todos los veranos quisiéramos oír la historia de su vida, y aquella vivencia rumbo a Buenos Aires, que contaba como si tal cosa. "No niego que aquel señor tuviese munches perres, pero yo non i cambiaba lo mio vida, porque fuimos felices a pesar de los apuros económicos y de les coses males que nos tocaron", decía; recordándonos que algún verano habría de faltarnos en las tertulias porque su vida ya estaba en tiempo de descuento. En efecto, un año ya no volvió por San Antonio y, meses después, nos enteramos que se había ido para siempre. Sin embargo, algo de su "resilencia" continua pululando por aquellos lugares donde dio tantas puntadas e hilvanó tantas historias.



domingo, 14 de enero de 2018

La llamaré Esperanza

La llamaré Esperanza, pero podría ser María, Sol, Rebeca, Aurora, Valeria o cualquier otra, porque la historia es real y el nombre inventado. Tiene 40 años y un trabajo sin determinar. Licenciada en Ingeniería Medioambiental, las circunstancias sociales, familiares, laborales o todas juntas a la vez no le fueron propicias para un trabajo estable y bien remunerado. Reparte su tiempo atendiendo a su familia: tres hijos, un marido y cuatro personas mayores de 80 que también requieren su atención. Se levanta a las seis de la mañana -podría levantarse a las seis y media, pero necesita ese trozo de amanecer para saborear el primer café ella sola-. A lo largo del día hace de asesora de moda, de costurera, de sicóloga, de enfermera, de mediadora, de cocinera -incluso hace unos dos años tuvo que especializarse en comida para celiacos porque la alergia del momento llegó también para algunos miembros de su familia-, de limpiadora, de maestra, y si hay suerte, se realiza en algún trabajo que le llega de cuando en cuando y mal pagado, relacionado con su profesión. Hasta hace sus pinitos, en tardes de inspiración, escribiendo poemas en una libretita rosa palo que siempre lleva en el bolso, perdida entre el amasijo de objetos que "conviven" en el mismo. Se la compró un año por las rebajas en esa tienda barata, con apariencia de cara donde solemos comprar "las que queremos pero no podemos porque gustos buenos solemos tener, aunque no dinero", que dice Pilar. Algunas veces -me cuenta como un secreto a voces que esos momentos son para ella una Religión-, Esperanza queda con sus amigas y amigos para "desembrutecer el alma", y se permite darse un capricho en forma de libro u otros objetos más mundanos, sin dejar que le cale el sentimiento de "no me lo merezco". A las diez y media de la noche, como mucho, no se va a dormir, directamente se desmaya en la cama. Está mentalizada de que cada uno debe de aprender a torear con el enfoque más positivo en la plaza que le toque en la vida, pero lo que le revienta y trata de zanjar con argumentos que no dejan duda, un día sí y otro también, es que le digan: "tú como tienes tiempo...", o puede ser peor, sucede cuando le oreguntan: "¿Tú no trabajas?", a lo que ella responde con un contundente: "¡¿Perdona?!". Buen sábado, por aquí dicen que "esta inverná espera otra". Por lo demás, Esperanza nunca libra de fin de semana, pero entre sus propósitos especiales para 2018 está el negociarlo.