miércoles, 15 de mayo de 2019

Aquel tiempo de "manzanes de San Juan"

Hace muchos años que el árbol de "manzanes de San Juan", que se encontraba lindando con el huerto que tengo en frente de mis casa de El Caalón, ya no está. Se secó de puro viejo; como nos acaba marchitando a todos el paso del tiempo. Sin embargo, cuando se aproxima Junio, también tiempo de cerezas, siempre recuerdo aquellos primeros brotes del manzano anunciando que, a finales de ese mes, podría morder el fruto temprano,tierno pero firme, que me sabía a comienzos de verano, a comienzos de todo. Aún me gustan las manzanas verdes, en particular las que se pueden coger directamente de los árboles típicos de nuestra tierra asturiana pero, como aquellas de San Juan de mi infancia, ningunas.
El árbol en cuestión estaba en la huerta de Manuel, un maestro de escuela que ostentaba, además, otros títulos universitarios, pero que para los niños y niñas del pueblo era un señor calvo  y peculiar que les daba clases particulares en verano; con  un montón de anécdotas incluidas. Un grupo de jóvenes iban a repasar al cuartín con el marco de la ventana pintado en verde las asignaturas en las que no se habían aplicado en el curso, y otro grupo de ellos les espiaba desde aquel hueco que daba al camino.
Para los adultos era Manolo el de Damiana o Manolo el de Balbín -según se acordasen al nombrarlo de su padre o de su madre-, por lo que su segunda mujer, una señora muy fina pero con un cierto aire de rancio abolengo que la dejaba en evidencia, nunca consiguió que sus vecinos y vecinas le llamasen Don Manuel. Para ser justa con la memoria, tengo que añadir que la compañera del dueño del árbol prohibido acabó siendo una tertuliana más, una vez que entendió las relaciones de quintana, tan alejadas de las falsas apariencias.
El maestro, en vacaciones y fines de semana cálidos, se acomodaba en la silla plegable, instalada en un pequeño terreno que tenía delante de su casa de La Canella, se echaba un vasín de vino, se ponía a leer el periódico y, de cuando en cuando, echaba la vista al aire para hacerle llegar un piropo a alguna mujer, para llamar a América, la suya, o para atraer la atención de algún raitán.
Yo tenía toda la semana para coger manzanas de San Juan del árbol de Manolo, pero solo se me apetecían cuando él estaba en el pueblo y, principalmente, cuando estaba vigilante desde la antojana de su casa; algo más alta que la mía, por lo que me divisaba bien. Solía hacerme sentir que me estaba viendo sin dirigirse a mí directamente, con extraños sonidos, como carraspeos, tosidos o golpes de nudillos. Si acaso, América, menos diplomática, llamaba a mi madre: "¡Bárbara ya está la niña saltando como una corza para coger manzanas!". Cuando ya estaban tan maduras que "nun les comín ni los gochos", nos pasaba el vecino del 127 amarillo unas buenas cestadas de ellas. Siempre me pregunté por qué no quería dárnoslas en su sazón si, al fin y al cabo, iban a perderse. Pero fijo que tendría su explicación.
Solo me consta que sigue en pie un árbol de esa clase de manzanas por las cercanías de mi minifundio. Tengo el permiso de su dueña para coger cuantas quiera. Y, a veces, por San Juan, me acerco a comer alguna, solo por sentir aquella sensación única de sabor a comienzo de un tiempo más alegre. Pero aquellas que agarraba furtivamente alguna tarde de junio, aquellas no volverán, que escribiría Bécquer. Es lo que tiene lo imposible o lo prohibido, que se nos antoja más valioso cuanto menos asequible.