lunes, 27 de noviembre de 2017

Feministas de minifundio


Rosina
Se colgó un sábado de la viga maestra del corral contiguo a la casa de sus padres. Era el lugar en el que guardaban las cabras en invierno; las mismas cuyos nombres escandalizaban a sus conservadores vecinos de la quintana: Libertad, Pasionaria, Aida, Federica, Veneranda... 

Acababa de cumplir los treinta y cuatro años. La autopsia confirmó que fue un suicidio no inducido. Pero los hechos, tozudos, vinieron a demostrar que la soga que compró Rosina en La Pola dos días atrás tenía un culpable más poderoso: una sociedad hipócrita, que hace 60 años no perdonaba salirse del redil; sobretodo a una mujer joven, pobre, viuda y con hijos. Lo de haber hecho uso de su íntima libertad y que su "delito" fuese evidente en el plazo de unos meses era un agravante que consiguió aterrorizarla definitivamente.

Ya la habían condenado, aún antes de la evidencia, su propia moral, grabada a fuego tras años de opresión, y las miradas acusadoras que a buen seguro habría de sufrir. No iba a permitir que le ocurriera lo mismo que a su madrina Rosario, que tuvo que huir a sabe Dios dónde -nunca regresó para contarlo- cuando se hizo público que amaba a otra mujer. La prueba posterior a la muerte de la campesina aportó un dato diferente al motivo del apedreamiento de su protectora: Rosina llevaba una niña en su vientre, hija de un amor prohibido. Le hubiese puesto Rosa, (como ella y como la famosa Luxemburgo), y seguramente hubiese luchado por los derechos que a su madre, y a la mayoría de las mujeres de su generación les fueron negados. Aún hoy, en la pequeña aldea, colgada en una ladera de la Cuenca Minera asturiana, recuerdan cómo el injusto juicio ajeno mata como cualquiera de tantas armas, físicas o sicológicas, que acaban con la vida de un ser humano (las estadísticas siguen diciendo que las mujeres se llevan la peor parte).

Constantina

Al amanecer de un día de primavera, cuando las flores "de pan y quesu" anunciaban días más cálidos, Constantina ayudó a su marido a "uncir el carru y les vaques" y pasaron la mañana sembrando maíz en una de sus tierras. Regresaron, cansados, a la hora de comer, y volvieron a hacer el trabajo a la inversa con los animales. Después, la casina (mujer del municipio asturiano de Caso) encendió el fuego y peló las patatas para hacer el pote de "patates con arroz". Con el hambre atrasada, apenas comenzó el agua a hervir, su pareja empezó a apurarla con un insistente: "¿ya está la comida?". Constantina, harta de la situación que siempre se repetía, le dijo: -"Sí, siéntate a la mesa", y le echó un buen plato de patatas crudas con agua caliente. "Marché cuando tú y volví cuando tú, así que ahí tienes", le remató con coraje; ya que responderle así a un varón hace 80 años era un acto de valentía para una mujer. 

Cuenta la historia oral, que a partir de entonces el compañero de fatigas y faenas la trató con más consideración. Y yo quiero creer que hasta la ayudó en las tareas de casa. Esta es la sencilla historia de una predecesora de los derechos conseguidos por las mujeres anónimas. 

Por lo demás, os recomiendo el humilde manjar de unas patatas con arroz, aderezado con un refrito de ajo y pimentón. Eso sí, a fuego lento...