Manías: ¿Quién no las tiene…?

Manías
tocarse el peloManías…¿Quién no tiene -al menos- una? Las hay para todos los gustos. Y, salvo las inconfesables, nadie se avergüenza de sus pequeñas o grandes rarezas.
 Según el diccionario de la lengua española la manía es una preocupación fija y obsesiva por algo determinado. También se define como costumbre extraña,caprichosa o poco adecuada. El odio, aversión y ojeriza forman también parte del término; junto con un desequilibrio mental caracterizado por una fuerte obsesión. Asimismo está la manía persecutoria. Cada cual que eliga la que prefiera.
Hasta Luis Migue hace gala de ellas. De los tics más notorios del cantante de boleros se detecta el de tocarse el cabello. Se lo perdonamos. Quién nos cantaría si no como nadie aquello de “No sé tú. Pero yo te busco en cada amanecer…”

Aunque científicamente la palabra obsesión sería la más correcta para identificar las manías de “andar por casa” -las auténticas formarían parte de una enfermedad mental- todos nos entendemos mejor con el vocablo popular.

En los temas domésticos se encuentra la lista de la mayor parte de las extravagancias. Los cuadros en el nivel exacto, los visillos parejos hasta en la última vainica, las perchas mirando todas para el mismo sitio, la taza del inodoro bajada, las persianas al mismo nivel -una amiga de juventud era capaz de recorrer kilómetros si recordaba que no había dejado los listones de sus ventanas en el mismo número-,  las puertas de todos los armarios cerradas, etc….

También abundan las relacionadas con los miedos y las supersticiones. Mirar bajo las camas antes de acostarse ó al llegar a casa, no sentarse nunca de espaldas a una puerta, dormir siempre mirando hacia la ventana, evitar los recintos oscuros,  torcer la cabeza de cuando en cuando hacia atrás por si nos persiguen, no abrir un paragüas dentro de casa, cruzar los dedos ante una inseguridad, no pasar por debajo de una escalera, hacer siempre el mismo itinerario para acudir a los lugares habituales, y así unas cuantas más. El apartado de comentarios está abierto, por si queréis comentar alguna de vuestra cosecha.

Me quedó especialmente grabada la excentricidad de una señora que llamó hace un tiempo a un programa de radio que trataba este tema. Su manía era la de colocar las pinzas de la ropa del mismo color que la prenda que estaba tendiendo. En caso de que el trapo fuese de varias tonalidades, ponía la pinza de la gama predominante.Le costaba un disgusto si no tenía el gancho adecuado y removía Roma con Santiago para adquirirlo.

Palabra que una compañera de estudios volvió de Sevilla estupefacta con la chifladura de la familia de una amiga por la que había sido invitada. Antes de salir de casa, aunque fuesen a buscar el pan, si el domicilio quedaba vacío, cubrían todos lsus muebles con sábanas blancas.

Manía también reseñable y , a mi modo de ver un tanto ofensiva, es la de una treitañera -ese dato es suficiente para que nadie se sienta delatado- que pasa compulsivamente la aspiradora, una vez que ya se ha marchado  la visita, aunque el aposento haya quedado tan impecable como a la llegada de los invitados.

La tía de Mariana sube desde el portal hasta su sexto piso -si se le antoja que el ascensor tarda sube a patita- en caso de que se le ilumine la mente  con la figura de una cucharilla del café sin recoger en el fregadero. Perjura que regresaría por tierra, mar o  aire desde cualquier punto del planeta si comete “el disparate” de dejar  el enser más insignificante a la vista de intrusos.

El temor a que “okupen” su  vivienda es la gran preocupación de Adelina. Cierra su carísima puerta blindada con cuatro vueltas de llave, aunque simplemente su destino sea tirar la basura. Otras cuatro veces da la vuelta y comprueba si de verdad ha dado ese número de giros en el llavín.

La limpieza obsesiva de las manos tiene más de un  autor. En el caso concreto de Martín, el PH debe ser inexistente en sus palmas. No soy exagerada al informar que se las lava más de cien veces diarias. A sus cincuenta años ya es imposible conseguir que toque cualquier persona, animal  o cosa sin que sus garras pasen posteriormente por el grifo.

Servidora, a pesar de ser más bien atea, me santiguo toditas las noches y, si me apuran, hasta el raro día que se cae una siesta. Aún cuando no soy muy coqueta, me pongo de mal humor si algún tono de mi indumentaria no combina según mi sentido de la armonía, aunque vaya a echar de comer a las gallinas. Y, no considerándome de las más ordenadas, me levanto del  sofá cuantas veces haga falta si hay alguna prenda de ropa o calzado fuera de su destino. Me siento relajada cuando me deshago de objetos inservibles (quienes me conocen personalmente se explicarán mi adversión hacia los “trastos”). No podría continuar el día si no dejo medio centímetro de café en el vaso,. Me siento fatal cuando no pongo los tiempos del microondas en números pares, y he llegado a vendarme los dedos porque, ante una situación de estrés, literalmente me los como.

Elena, mi ya insustituible amiga de Facebook , confiesa que “desde que descubrí la Red social mis manías de hogar impoluto han ido decayendo en equilibrio directo con mis buenos momentos navegando por internet…” Os dejo, que hace diez minutos que no miro los mensajes de mi ordenador. ¡Qué manía…! 

El club de los despistados

“El motivo secreto del despiste es ser inocente, aún siendo culpable. El despiste es la inocencia espuria”. Saul Bellow
Como hago habitualmente, me dirigí al supermercado más cercano después de haber dejado a mi hijo pequeño en el colegio. Al tiempo de pagar, me faltaba la cartera. Antes de dar pié al disgusto por la pérdida, sopesé la posibilidad de que el billetero se encontrara en la mochilita del pequeñín. En efecto, allí estaba en el aula de Primero de Primaria, dentro del macuto del niño, que ni se inmutó al verme, acostumbrado como está a una mamá despistada. Ya lo mandé a la escuela, siendo un párvulo, sin alguna que otra prenda de vestir de importancia, y con frecuencia es el quien me recuerda reposiciones de material escolar,citas y reuniones para que no vaya el día y al lugar equivocados. Llevo esa tara marcada en uno de los genes de mi segundo apellido.
He perdido la cuenta del número de veces que he dejado las llaves dentro de casa. Inconfesables las ocasiones en las que se me han quemado las lentejas mientras hablaba por teléfono. La factura de la luz se ha visto afectada por haber dejado la plancha encendida todo un fin de semana. En un corto periodo de tiempo haeperdido tres móviles. Uno se ha ido a la basura dentro de la bolsa de papel reciclable de una conocida cadena de comida rápida, otro salió excesimamente húmedo de la lavadora y el tercero se esfumó en una tienda de ropa; alguien menos despistado lo recogió antes que yo.
A mi fama de despistada se unió el hecho de preguntarle a mi vecino de toda la vida si se había dejado bigote. “Hace veinte años que lo llevo”, me respondió entre incrédulo y enfadado. La parte positiva es que su mujer corroboró con hechos tangibles que no miraba mucho para su marido. Ninguno de los errores anteriores como el cometido cuando fuí a visitar a un bebé con cuatro días de vida. A mi favor corre el cargo de que hacia mis veinte  y  pocos años había visto a pocos recién nacidos.”¡Qué grande está el niño…” dije mirando al primer bebé -de cuatro meses- que me encontré en la cocina. “Este no es. La niña que vienes a visitar está en la habitación tomando el biberón”, me contestó alguien. ¡Si hubiese tenido la pócima mágica de la invisibilidad la hubiese tomado en aquel momento!.
Sin embargo, y toco madera, a los niños aún no los he olvidado nunca en una cera, como consta en alguno de los casos de mis indagaciones sobre los lapsus. En el largo repertorio de ellos también me llegó la anécdota de un señor -con tres carreras universitarias, para más información- que dejó a su media naranja esperándole en el portal ,y la echó en falta cuando ya había recorrido unos ochenta kilómetros. De las distracciones que más gracia me han hecho fue la del dueño de un bar que, mientras hablaba emocionado con un cliente, se bebió el café con leche que éste le había pedido. Atónito se quedó el hombre cuando el barman se dispuso a cobrarle la cosumición.
Meter el monedero en el frigorífico, tirar las cucharillas del café u otros objetos de más valor a los cubos de reciclaje, buscar toda una mañana las gafas cuando se llevan en la cabeza, extraviar documentos importantes en el momento que más se necesitan, ponerse los calcetines de diferente color, pasarse de plazo con trámites que no perdonan…Son una mínima parte de esas equivocaciones que llamamos despistes; un pretexto para disculpar  nuestros descuidos, entre los que también aparecen las confusiones al coger los autobuses urbanos que nos llevan a la otra punta de nuestro destino o la desorientación en direcciones que habitualmente transitamos, sin olvidar los apuros pasados al no recordar el nombre de alguien cercano o la fecha de nacimiento de la sangre de nuestra sangre.
Alguien me dijo que los distraídos teníamos mucha vida interior. Es posible. Eso, unido al hecho de que hay grandes despistados en la historia con un gran bagaje intelectual, da un toque legendario a nuestros fallos. Cuentan que Newton quiso averiguar el tiempo necesario para cocer un huevo de gallina y reloj en mano, se apostó frente al fogón y, no sin gran tribulación, descubrió al poco de comenzar el hervor que su reloj estaba en la cazuela y lo que tenía en su mano era el huevo del experimento.  Una de las anécdotas más reseñables del gran Einstein le ocurrió cuando
un día iba por e campus y se encontró a otro profesor y se pusieron a charlar. Al despedirse Einstein le pregunta: “¿Cuándo nos hemos encontrado venía de este lado o del otro?” “De este.” “¡Ah! Entonces ya he comido”.

A riesgo de que sea utilizado en nuestra contra, la mayoría de los descuidados solemos relatar nuestros patinazos. El inconveniente de la autocrítica es que los demás puedan llegar a creerla. Pero, para contrariedad de los “perdonavidas” que siempre tienen todo controlado, las historias de despistados casi siempre acaban bien; tal parece que un ángel guardián viene a rescatarnos “in extremis”. Os dejo, no sea que se me queme el puchero por enésima vez…