Hacía muchas Nochebuenas que
Manuel esperaba despierto la madrugada. Con la ventana de su habitación abierta
de par en par, durante todas las estaciones del año; junto con la ayuda del cojín
extra que tenía colocado sobre su almohada, a duras penas conseguía engañar a
su tercer grado de silicosis.
Habían transcurrido una docena de
diciembres desde la jubilación forzosa. El aire no llegaba bien a sus pulmones,
por culpa del silice. Manuel Hevia, aún con reminiscencias negras en sus
lagrimales, tatuajes de sus 39 años bajando a las entrañas de la tierra, temió
que la vida se le acabase cuando en el reloj de la iglesia de su aldea sonasen
las cuatro de la mañana y ya no le esperase humeante el café “de pota”, al que
el dueño del gastado pantalón de mahón añadía unas furtivas gotas de
aguardiente. Su compañera, Tina, le
preparaba ese brebaje mágico cada día, para enfrentarse a la veta de carbón.
Tenía 55 años cuando el médico del botiquín de HUNOSA
le sugirió pedir la baja, al llegar con insuficiencia respiratoria al punto
médico, procedente de la galería donde apuraba los últimos minutos del trabajo a
destajo de su jornada laboral. Poco
tiempo después, se le concedió el merecido retiro, no sin antes haberse
rebelado contra la situación, porque el
minero no conocía otra vida, desde que recién cumplidos los dieciséis entrase a
picar hulla en un chamizo.
Pero Manuel sobrevivió a todos
los amaneceres posteriores, con la compañía de su mujer, a la que tenía que
retener bajo las sábanas blancas, bordadas por la única tía soltera de su gran
familia, que vivía con ellos en la casa
paterna, y que se empeñaba en hacerles utilizar los antiguos ajuares de
algodón, negándose a los nuevos tejidos, que no era tan sanos para la maltrecha
salud del benjamín. “Duerme un poco más, Tina, que los dís son muy llargos y
les mañanes empiecen a tar fríes”, le dijo por enésima vez a su cómplice de
múltiples batallas, intentando disimular su ahogo en aquella madrugada de de
hielo, y apretando con afecto las manos delgadas de su chigrera. El repentino
revés de aire, que golpeó con furia la
contraventana, le trajo un claro presagio de despedida.
Sonrió al recordar la tarde en
que conoció a Valentina de la
Fuente , cuando se decidió a entrar a la taberna más cercano
al pozo, que ella regentaba. Siempre aparcaba la bicicleta en una pared
contigua al chigre de sus delirios de amor. Fue su primer medio de transporte,
regalo del hermano mayor, cuando el primogénito emigró a tierras lejanas. Lo de
menos era estrenarse en la primera copa de licor fuerte, porque su objetivo era
hablarle a aquella “mocina” morena y menuda, a la que todos los días miraba de
reojo, antes de que la jaula le bajase a la planta 16 del subsuelo.
Cuando Tina despertó de nuevo, en
el reloj de la torre retumbaban las cinco de la mañana. Y la mujer, que había compartido la vida de Manuel desde
que lo viera entrar por la puerta del negocio familiar la tarde en la que se
atrevió a saludarla, descubrió que aquellas serían sus postreras campanadas
juntos. El aire dejó de entrar para siempre en los bronquios cansados, dejando a
su compañero con la expresión eterna de los recuerdos dulces y el gesto
invencible de los mineros, tan duros y tiernos al mismo tiempo; algo así como las protectoras montañas que les arropaban siempre. Pero aquellas cumbres serían aún
más su refugio inmortal desde aquella última Nochebuena, en la que el Villancico fue un verso de Neruda, que podía leerse entre la nieve prisionera dentro de la bola de cristal que adornaba la antigua mesilla de castaño: "Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida".