jueves, 30 de abril de 2015

Bárbara

"Las manos de mi madre 
saben que ocurre 
por las mañanas 
cuando amasa la vida 
hornos de barro 
pan de esperanza...".

Bárbara es pequeñina y menuda; ahora más porque a los ochenta y tantos años -esos que ella siempre dice que no hay porqué ocultar puesto que no te los quita nadie- uno va menguando irremediablemente.Pero aún conserva una vitalidad jovial, su voz cantarina de siempre y los mismos ademanes de mujer con gran personalidad. Tiene nombre de mujer fuerte, lo es a pesar de su apariencia frágil. Yo la comparo con esas flores silvestres que nacen vivarachas todas las primaveras.

Con una memoria envidiable, gran lectora y mejor observadora, no se le escapa un nombre, una fecha, un cargo público, una poesía, una canción o una anécdota. Tampoco olvida jamás una ofensa o un desprecio, pero prefiere archivarlas en el capítulo de "el resentimiento empeora la salud", y procura quedarse con la parte positiva de las experiencias que le fue trayendo el paso de sus muchos días. Siempre dice que "les coses nun tienen más importancia que las que se yos quiera dar", y así va neutralizando y aconsejándonos neutralizar problemas ajenos. Buena refranera, me ha enseñado casi todas los sabios dichos populares que  yo también repito ahora. Uno de sus preferidos es aquel que dice que "poco y en paz munchu se me faz", aunque también nos recuerda con frecuencia -dado que los desencuentros con algún semejante te buscan muy a tu pesar- que "nun hay mayor despreciu que nun facer apreciu" . Si acaso remata alguna esporádica rencilla con aquello de "el más listu que calle primero".

Cuando era joven le gustaba el teatro.Todavía recuerda al dedillo los diálogos de sus papeles cuando estaba en una compañía asturiana; la de veces que me habla de "Los amores de Ximielga" o "Pleitínde aldea". Incluso se sabe algunos versos de Campoamor: "en este mundo traidor nada es verdad ni mentira,pues todo depende del color del cristal con que se mira". Siempre fue cantarina, claro que antes todo el mundo cantaba más. De cuando en cuando tararea ahora bajito a Carlos Gardel, su favorito -caminito que el tiempo ha borrado, que juntos un día nos viste pasar...-, o nos deleita con alguna asturiana: "si la nieve resbala por el sendero, ya nun veré a la neña que yo más quiero...".

Le gustan los animales, aunque sus preferidos son los gatos y las gallinas, y es feliz a su manera sembrando en sus minifundios y recogiendo castañas cuando los vientos cálidos de nuestros otoños por la aldea donde nació y vive. Ese rincón de Asturias que tantas veces saco a colación  no sé si será el mejor de los pueblos, pero para quienes amamos nuestras raíces se nos antoja el más "atopaízu". Ella, la que me parió, siempre apostilla que "no hay peor desgracia que nacer en mala tierra", pero nosotros ese caso no lo hemos padecido porque nos rodean montañas mágicas y un valle de cuento de hadas.

Pocas veces se queja; es sufrida como una roca y si puede evitar dar una mala noticia lo lleva a tal extremo que,en ocasiones tenemos que recordarle que no todos los sufrimientos que intenta ocultarnos se pueden tapar. Siempre nos dice que está muy bien, y cuando la lluvia persistente,la física o la metafórica, amenaza con deprimir se reitera en que "abocanará" (dejará de llover para los que no saben asturiano) porque nunca llovió que nun parase...

Le recriminamos con frecuencia su manía de guardarlo todo -en el desván aún se pueden encontrar mi primera libreta de "cuentas y caligrafía", sus primeros zapatos de tacón, o el librito de liar tabaco de mi abuelo. Cuando hacemos alusión a su manía de recopilar cosas inservibles nos contesta que nadie es perfecto, y que medio mundo critica al otro medio sea como sea su vida.

Aunque de mentalidad progresista -ningúna moda, tendencia o idea la escandaliza siempre que no haga daño al prójimo-, tiene algunas costumbres muy ancladas, como la de ir a misa todos los festivos. Se pone la chaqueta de domingo sobre los hombros, pinta sus labios finos de carmín, se calza los zapatos -cuando está muy frío y el cura de turno lo permite lleva las madreñas nuevas- y se dirige a la iglesia de San Andrés donde aprendió a rezar, a cantar. y tal vez a llorar. Me da especial ternura cuando le encuentro aquellas viejas pastillas de jabón Heno de Pravia entre sus prendas más delicadas.

Sabe tantas historias pasadas que procuro anotarlas para que no se me olviden y poder contároslas. Su peculiar manera de ser nos hace imaginárnosla eterna, pero hace unos meses me dijo algo que me encogió el corazón: "anota este monólogo porque algún día habrá de empezar a fallarme la memoria"..No la impresionan las apariencias ni las ostentaciones personales y se reitera en que, por mucho que se empeñe, una persona no puede techarse más que con un paraguas, al mismo tiempo que aborrece y le causa risa la jactancia.

Me siento especialmente orgullosa de ella cuando me dicen que jamás la oyen hablar mal de nadie, asimismo que le confiarían tranquilos el mayor de los secretos. Madre atípica donde las haya, me enseñó dos ejercicios fundamentales a practicar en la vida: el arte de no envidiar y el de la gratitud..Cada vez que le dirijo mis quejas sobre las personas que  "odien" sin motivo me recuerda tranquila que no debemos empeñarnos en que todo el mundo nos quiera porque "nun somos monedita de oro que cae bien en toos los bolsillos. Por eso hay que mirar por los que nos aprecien", nos dice también.

La celebración de Santa Bárbara, además de llevar su nombre, significa para ella una fecha que le recuerda el día del oficio de mi padre, era uno de esos día que se ponía en casa el menú especial, solía ser arroz con pollo, recibía postales, mientras aún se escribían: y por los chigres de la aldea sonaba una vieja canción asturiana: "Santa Bárbara Bendita, trai lará lará, trailará,,, patrona de los mineros, mirái Maruxina, mirái"




Fotografía: Mi madre, Bárbara, con mis queridas primas; en La Canella entre los Praos de Soto de Agues.

viernes, 17 de abril de 2015

Para qué tanto explicar

Amigas:  Seguramente os habéis cruzado más de una vez con la típica persona que apenas te conoce de nada -pero qué memoria y manera de registrar datos ajenos-  y os perturba la mañana cuando pregunta incisivamente::"¿No has vuelto a trabajar desde aquel verano?. ¡Qué pena...!". Y vosotras, tras unos segundos de titubeo, le dáis las mil y una disculpas para que no piense que sóis poco más que parásitos sociales..

A muchas eso nos pasaba antes. Enfín, puede que en otro momento perdieras el tiempo contándole que, trabajar, trabajar...lo haces a diario; es más, no te has cogido unas vacaciones en tu puñetera vida. Que hasta el día más abstémico tienes que plantar batalla a la ropa sin lavar, a la que espera ser planchada, al menú diario, a los cristales que te delatan, a los problemas y actividades varios de tus prójimos más queridos, y hasta de los que quieres menos porque pecas de exceso de empatía, y así... Le explicarías también, si ya no estuvieses en esa edad en que te permites mandar a la porra por lo bajito a tantos y tantas, que siempre estás haciendo cosas, no necesariamente bien remuneradas, pero que requieren dedicación, esfuerzo y determinada aptitud. Que para ti no es ninguna pena no recibir una nómina mensual; tal vez solo una circunstancia; vital para muchos y muchas,desde luego.. Le contarías asimismo que cuando te cansas de vivir sabes utilizar el difícil arte de soñar despierta, y que hasta juegas a inventarte vidas algunas tardes en que la tuya no te convence mucho.Y, que a la vista de la actualidad, casi te atreverías a presidir el Fondo Monetario Internacional, con el aval de una ética que no tienen muchos de los grandes ejecutivos y ejecutivas. Por si fuera poco, le espetarías que no te aburres jamás.

¡Y que te haga esa pregunta con su correspondiente desafortunada reflexión  una mujer...!

jueves, 16 de abril de 2015

El palacio de cartón

Iba sentada en  la hilera opuesta, y dos asientos por delante del suyo.Le llamó la atención su larguísima melena canosa y rizada, casi blanca, la falda de colores chillones hasta los pies, que calzaban unos zapatos asimétricos de charol negro, atados en un un lazo enorme. Tendría unos setenta y cinco años y la piel morena. Unas arrugas profundas en la parte que se dejaba ver de su rostro y unas manos huesudas sin un solo adorno. Los pendientes largos,de color azabache era toda su coquetería femenina. Se desprendía, pese a la ausencia de juventud y cuidados, una rara belleza en toda ella.

Comenzó a escribir, ajena a sus compañeros de viaje y a sus miradas. Consciente, sin embargo, de que su presencia despertaba curiosidad. "Dieciséis de Abril de 1985", adivinó, más que leyó el pasajero, en el diminuto cuaderno de tapas rojas.. Todavía le quedaban cinco paradas para llegar a su destino y la imaginación empezó a volar. Hubo de ponerse las gafas para la presbicia, y lamentó no haberse sentado dos sillones más adelante porque presentía que bajo aquellos trazos de líneas casi transparentes se fraguaba una de esas historias dignas de ser contadas.

Dos señoras cargadas de bisutería comentaban tras su asiento  lo mal que sabían esta temporada las fresas, en la emisora de la radio sintonizada en el transporte público hablaban de El libro del abrazo,de Galeano,  y en los carteles publicitarios que íban dejando atrás modelos de sonrisa perfecta y cuerpos casi andrógenos anunciaban el cambio de temporada vestidas de amarillo y rosado...

Sorprendentemente, la dama de la falda de colores había escrito las primeras frases, tras la fecha,  tan firmes y claras que hubiese leído aquellos renglones hasta el pasajero del último asiento: "Hoy hace 35 años que conocí a la persona que llenó mi vida de motivos e ilusión. Siete años después desaparecieron con él todas mis posibilidades de ser feliz. Nos encontrábamos todas las mañanas del domingo en el mismo banco del parque.Él leía el periódico y yo escribía poemas. Nunca supe su nombre, nunca supo él cómo era mi vida. Nos bastaba con saber que cada cocho días regresaríamos allí. Pero una mañana de Abril ya no volvó .Desde entonces solo deseé la muerte, pero no sé cómo se muere de amor...

Apenas le quedaba al curioso pasajero una parada para bajarse. Pero Hacienda podía esperar. No podría alejarse con la curiosidad de admirar ese caserón antiguo en el que debía de vivir aquella mujer con aires de duquesa, a pesar de la ausencia de cosas caras en su atuendo. Aquellos profundos ojos negros, bajo unas cejas de líneas perfectas no podían proceder de un sitio vulgar. Tampoco su nariz ligeramente aguileña, sobre unos labios todavía bien dibujados, que apenas dejaban entrever unos dientes blancos y bien alineados aún,  porque de vez en cuando medio sonreía mientras que mordisqueaba su lapicero.

Se bajó en la penúltima estación del recorrido. Anduvo segura los pocos metros que la separaban del soportal de la entidad bancaria y se sentó sobre un cartón, tan segura como quien conoce un lugar.  Caminó incrédulo tras ella. Se paró disimuladamente a mirar un escaparate contiguo al palacio de cartón, y por el rabillo del ojo vio cómo la mujer del cuento que surgió en un autobús continuaba escribiendo.Unos metros más abajo, sobre un banco solitario, las flores de un cerezo anunciaban un año más la primavera.