jueves, 11 de septiembre de 2014

Verano del...

"Qué largas se me han hecho las vacaciones", me comenta mi hijo de 8 años a punto de comenzar el nuevo curso escolar; no del todo consciente de que apenas han pasado dos meses  y medio antes de reencontrarse con las aulas. A mi se me han ido como una rescamplida. Pero la noción del tiempo no es la misma para un niño que para un adulto, y a esa edad temprana aún no tienen muy definido el paso de los días. El comentario me llevó a recordar las vacaciones escolares de mi generación; la del EGB, que corrió paralela al fin de la dictadura y al inicio de los primeros coqueteos con el inglés y otras disciplinas más modernas. Cuando las bicicletas era todavía un lujo y tener una BH sin cambios suponía toda una posesión.

Supongo que los recuerdos de los descansos por los parajes rurales, como es mi caso por los caminos de la aldea de Soto de Agues, tendrán matices muy diferentes a los de los niños y niñas de poblaciones más grandes. Sin embargo, la sensación de veranos eternos es común a todos los que acabábamos el curso con las tablas bien aprendidas, una caligrafía mejorada y las primeras nociones de geografía española, desfasadas ahora porque la democracia nos trajo unas divisiones geográficas diferentes. Aquello de Castilla la Vieja y Castilla la Nueva ya ha pasado a la historia; Asturias alcanzó categoría de Principado autónomo, limitando con Cantabria por el Este, Castilla y León por el Sur y la Comunidad Gallega por el Occidente. Las antiguas regiones se hicieron mayores y los que nos precedieron poco tiempo después ya las trataban de autonomías.
Por el Alto Nalón los niños pasábamos los veranos entre los trabajos de la hierba seca, los baños en el río -qué frías encuentro ahora las aguas del Alba-, y los juegos por las calles del pueblo. Los atardeceres eran propicios a las reuniones en algún rincón, donde empezaban a surgir las primeras historias de amor y amistad. Se nos notaba más que ahora que pasábamos la mayor parte del tiempo en la aldea por ese "moreno obrero", más curtido y menos uniforme que el de las vacaciones finas. Pocos eran los que se convertían en "veraneantes" de otros lugares; a todo lo más unos días en casa de algún familiar que vivía cercano al mar. En mi caso, una quincena en Gijón, en casa de mis tíos, era toda una aventura para mi pequeño mundo.

Llegaban los familiares -los más afortunados cuya economía se lo podía permitir- que habían emigrado a países que se nos antojaban muy lejanos y otros que se habían quedado más próximos. Su presencia era la auténtica confirmación de que había llegado el verano. Nos traían regalos avanzados a nuestra moda y hacíamos fotografías conjuntas, captando el Instagram que conseguían sus cámaras; las más modernas de imágenes ya en color. Como la estancia era breve, las relaciones familiares transcurrían en armonía y las despedidas solían ser nostálgicas; siempre con la promesa de las cartas que enviaban en épocas especiales  y la certeza de que el tiempo pasaba rápido y volverían al verano siguiente. Digo cartas y sonrío al pensar lo inimaginable que era por entonces este nuevo mundo de Internet, que minimiza las distancias.

Los menos aplicados iban a clases particulares, normalmente con algún vecino más culto, que siempre había en la aldea. Aprendían sus matemáticas atrasadas entre el aroma propio de la siega, las cerezas y las primeras cosechas de la temporada, junto con los rayos de sol que se colaban por cualquier rendija y las voces alegres de otros compañeros que llegaban para quitar las pocas ganas que había de terminar aquellos análisis morfológicos y sintácticos -tanto esfuerzo para que ahora un artículo tampoco sea tal- y las raíces cuadradas que se atragantaban en relación directa al tiempo en que se aproximaba la hora de quedar para jugar a Sangre:  "declaro la guerra contra mi peor enemigo que es..."; en este juego concreto se sigue la costumbre, por aquello de que las guerras aún no han desaparecido.

Pero la esencia de la infancia, nuestra verdadera patria como alguien también la definió, continua siendo la misma y el tiempo de verano sigue recordándonos ess época de días largos, encuentros menos habituales, comidas más desordenadas y excursiones a mundos nuevos, más o menos alejados de nuestras raíces, asimismo del agua en cualquiera de sus manifestaciones como el elemento imprescindible para que el estío infantil sea redondo. Sin olvidar las fiestas patronales, auténticas romería de gaita y tambor, que constituían un verdadero pretexto para estrenar vestido y zapatos, y aprender los primeros bailes de los mayores. Cuando los refrescos -todos ellos en botella de vidrio- eran un lujo aún, las fuentes que abundaban en la aldea eran especial punto de encuentros infantiles; de ahí el dicho "el más roín al agua y al molín", que englobaba toda una filosofía de nuestro lugar en la escala del respeto y la obediencia.

Recordando a la escritora recientemente fallecida, Ana María Matute, gran amante de los cuentos infantiles, finalizo este pequeño recorrido por las vacaciones veraniegas -de la época en que la televisión todavía era objeto de lujo en la mayoría de las casas y los veranos azules se rememoran en blanco y negro- con una de las citas más célebres de la novelista catalana que hubiese querido ser Wendy: "la infancia es el período más largo de la vida". En coherencia con su compromiso con esa etapa vital, la propietaria de la letra K en la Real Academia española nos dejó otra frase inolvidable: "... eso se paga caro, la inocencia es un lujo que uno no se puede permitir, del que te quieren despertar a bofetadas...". Ojalá prosigan los veranos de inocencias renovadas e ilusiones eternas. La rutina vuelve irremediablemente, pero supongo que las pilas estarán más cargadas después de tener al sol tan cercano.  El otoño traerá energías distintas, y por el Alto Nalón, donde dicen que la tierra sigue siendo como era, ya se adivinan los colores mágicos del tiempo de cosechas, del reclamo de los venados y de los vientos de otoño....