lunes, 5 de octubre de 2015

Ellos, que también planchan

Fantaseaba, como suele ser habitual en mí, sobre la posibilidad de ser columnista o articulista -no soy exigente- en una de esas revistas de fin de semana que acompañan a los grandes periódicos de tirada regional o nacional. Ya sabéis, los magazines que solemos leer las mañanas de los domingos acompañando al segundo café, hacia la hora del vermouht con cuidado de que no nos salpique el caldo de las aceitunas; o ya por las tardes, cuando la alegría dominguera comienza a tornarse en melancolía por ese no se qué tristón que suelen tener los atardeceres de los días festivos. Sin tratar de llegarle a la suela de los zapatos a Almudena Grandes, Manuel Vicent, Pilar Eyre, Ángeles Caso, Juan José MIllás, Rosa Montero, Javier Marías, Elvira Lindo, Boris Izaguirre, etc...tampoco creo que una no sirva  para narrar la vida con cierto estilo. Al fin y al cabo, todos ellos nos cuentan cosas de lo más cotidiano.

Cómo así no podría escribiros que la luz del mediodía me impide ver bien la pantalla del ordenador, al igual que le ocurre a Daniel Córdoba-Mendiola, sentada desde el restaurante Le Pain Quotidien de Londres; claro que lo de comer en una terraza delante del Institut Francais londinense ya será para el próximo verano o para dentro de unos cuantos más, sino para una futura reencarnación. Más real aún -posible por la coincidencia de sentimientos y paisajes- sería emular a Ángeles Caso titulando a una de sus columnas "Frustración", mientras narra lo bello de un atardecer: imperfecto: "...Vi juguetear las golondrinas y escuché en medio del silencio el canto del algún pájaro refugiado ya en los árboles... La vida debería ser siempre así, pensë". . 

Enfín, que imaginaba cual sería mi artículo para el próximo fin de semana mientras observaba cómo un vecino de patio -un señor en esa edad que puedes calcular entre los cincuenta y pico y los setenta según te haya tratado la vida, tu genética y tu amor propio- planchaba con esmero un lote de ropa. Juro que no fue un acto de cotilleo -aunque todos llevemos un cuentista dentro más o menos maligno- simplemente o cerraba los ojos para tender la ropa de color que aumenta considerablemente después del fin de semana o era inevitable quedarme con esa estampa evolutiva de la igualdad de género. Cuando volví a la ventana de la misma habitación a pasar la bayeta húmeda por el  pollete -las palomas no dan tregua- volví a encontrarme con el susodicho pasando la fregona por el suelo de la cocina que desde mi punto de vista ya se veía impoluto, para posteriormente baldear el trozo de patio que alcanzó con el agua restante y que llegó a mi pituitaria con un inconfundible aroma a pino y limón.

Quiero decir con todo esto, a propósito también del aniversario del voto femenino en nuestro país que estos días se conmemora y que nos lleva a reflexionar sobre el avance de las libertades femeninas,  que sí hemos cambiado. No es que haya que poner ninguna medalla al varón planchante, pero hay imágenes más esclarecedoras que muchas declaraciones de intenciones. El caso es que las camisas le estaban quedando perfectas -para observar esto reconozco que estiré el cuello algo más de lo necesario- y el vestido de lino de su señora -tal vez ya para retirar en el armario para la próxima temporada- colgaba de una percha como recién sacado de la tintorería.

Como, desde aquí no nos escucha nadie, os contaré que mi mejor amiga, de recién comenzada la vida en pareja, apenas sabía cocinar y hubo de tener de maestro a su marido. El único plato en el que ella le superaba era en la elaboración de las croquetas, por lo que se negó a enseñárselo a su santo, sabe Dios por qué extraños razonamientos del alma femenina. Que conste que eso fue hace mucho tiempo, y ahora ella cocina cualquier cosa y él ya la aventaja con la bechamel...

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