Había sido un sueño, porque la persona con la que había firmado su historia de amor -haría cuarenta años ese mismo mes- se había ido para siempre aquel invierno.
El aroma del primer café; ese que tomaban juntos como una porción de felicidad diaria, avivó la magia. Y se dirigió al jardín con el pocillo humeante, para intentar fundirse con el rocío de las rosas, de aromas eternos.
A pesar de la ausencia, sintió una energía superpuesta en los pétalos de cada flor, y entendió definitivamente que los sueños y los recuerdos apuntalan los naufragios.
Su gran amor había cumplido el trato de reencontrarse, burlando el destino.
Por su parte, ella le había jurado verle en todo cuanto amó. Sonrieron cada cual desde su orilla. Siempre les quedaría su promesa y los senderos tantas veces recorridos en común, con el eco de un bolero (hoy he vuelto a pasar por aquel camino verde…); el olor a las flores del xaugu, a la hierba de julio recién cortada y a las sombras del verano al pie de las fuentes.