Cuando tienes pocos años, aunque también sucede a veces de adulto, te entra la risa en el momento menos oportuno o en el instante más solemne; fundamentalmente si la prohibición de reír en ese espacio o circunstancia es Palabra de Dios. Por eso, solamente una vez no nos causó ganas de reír -que mal lo pasábamos aguantándonos la carcajada como podíamos, esperando a que la primera en recibir la bronca del cura fuese otra de las compañeras de bancada-, la voz potente y destacada de Encarna en la iglesia.El día que no nos salió la mueca de la cara fue el domingo, por nuestra adolescencia en la década de los ochenta, en el que esa mujer se despidió para siempre de sus santos, vírgenes y demás iconos de San Andrés, a los que había rezado con sus cánticos desde que tuvo memoria. Partiría al otro lado del Atlántico, a pasar los últimos años en compañía de su familia, que habían emigrado a Buenos Aires.Nos dio pena -a pesar de que estábamos en una edad que todavía no daba para muchas nostalgias-, que Encarnina ya no volviese a ser la alegría de nuestros días de fiesta en la iglesia de San Andrés: "Adiós oh madre mía, adiós, adiós...", y se nos saltaron las lágrimas y se nos puso un nudo en la garganta como al resto de los presentes. Fue la última vez que la vi.
Cuando piensas en un conocido suelen aparecerte tres o cuatro pinceladas del recuerdo que guardas de esa persona. Esas imágenes no tienen por qué coincidir con las del resto de la gente ni tan siquiera con la propia identidad de ese ser. Pero tu percepción propia te acompaña de por vida. A Encarna la recuerdo siempre con sus madreñes relucientes, que la elevaban del escaso metro y medio que debía de medir, con las mejillas sonrosadas siempre adornadas por pendientes antiguos, que se movían a la par que sus cuerpo cuando bailaba el xiringüelu en la plaza, sin quitar aquel calzado tradicional. También la visualizo con la fesoria trabajando su minifundio,situado en frente de mi casa de Soto. Con una sonrisa eterna y una alegría innata en sus movimientos, parecía que en cada pozo que hacía para echar las patatas no trabajaba, sino que disfrutaba de la faena.
Encarnina vivía en la quintana de Encima el Pueblu, y su mejor amigo era su vecino Antonio, lo que viene a demostrar que un hombre y una mujer pueden ser auténticos amigos, con el que compartía penas, alegrías, problemas cotidianos y algún vasín de vino de tarde en tarde. Devota de corazón, pero de vivir progresista para aquellos tiempos en los que una mujer soltera tenía que amoldarse a unas costumbres con poco margen de libertad, lo único que le reprochaba a San Antonio, su Santo favorito, era que no le hubiese encontrado pareja. Ante esa reflexión, una de sus vecinas de silla en la Iglesia, siempre le argumentaba: "Que Dios nun te dé todo lo que desees, que tás muy bien soltera". "Sí, porque el que nun acierta en casar, ya no i queda en qué acertar",opinnaba otra de las presentes, mientras abría el misal.. Ante tales razonamientos, Encarna sonreía y abría la novena cantando a viva voz: "Glorioso y divino Antonio...". "Habrá que aprovechar lo que el destino depara para cada uno, que todo tiene su parte buena", imagino ahora que estaría pensando la cuidadora de las imágenes, mientras paseaba con garbo por los caminos que la despidieron para siempre, sin haber sabido nunca, tampoco ellos, la edad eterna de aquella mujer independiente, pequeñina y vital.
No hay comentarios:
Publicar un comentario