“En esti conceju nació una muyer que fue la zurcidora de les camises del Secretariu de Alfonso XIII, y les sus filles trabayaron de planchaores de la ropa de toa la familia real”, me contaba ayer Mina, mientras paseábamos por “les caleyes” donde nació Lena, la experta en disimular desgarros, haciendo hincapié en que la habilidad de zurcir podía equiparase a cualquier doctorado, “porque nun ye lo mismo arreglar un rotu que un descosíu”.
Pero antes de ejercer su oficio en las altas estancias de Madrid, Lena hubo de pasar por un calvario de maltrato por parte de su pareja. “Mi madre, que me contó esta historia, que la dejó marcá desde que era muy nena, recordaba especialmente cómo se murmuraba que un día, los hermanos de la costurera, la encontraron sacando el cuchu del corral, la misma mañana que había dao a luz a su tercer hija, tovía con la sangre del partu arroyando bajo su saya, porque el su hombre la había obligao a levantase a trabayar”.
Los vecinos del pueblo conocían los hechos, se conmovían con ellos y compadecían a la mujer -apenas una niña-; incluso alguna vez la cobijaron huyendo de las palizas diarias a las que la sometía el energúmeno de su marido. Pero, poco más podían hacer, porque el maltrato de género era algo privado y consentido por la costumbre social. Tampoco existía ninguna ley específica que lo castigase. “La repasadora solo una vez se atrevió a defendese “cociéndoi un sapu entre el arroz con patates que aquel bestia devoraba tóes les noches pa cenar”. Pero un día, el maltratador desapareció para siempre y nadie preguntó el quién y el cómo, aunque todos suponían, sin justificar los hechos pero entendiéndolos, el por qué. “Recuerdo que mi madre me contaba con voz de misteriu que la pareja de Lena apareció un amanecer muertu en un regatu, con señales de fesoriazos”, añadía Mina, mientras “el coruxu”, que ulula insistente en estas noches cálidas de otoño, parecía elevar su tono al escuchar el negro relato. Casi al tiempo de la tragedia, con la cara de Lena aún con moratones y un dolor que sería eterno en su pierna izquierda y en su alma, los parientes más afortunados de la víctima -con uno de esos apellidos de las familas que ponían la mesa con toda la parafernalia en el comedor de su caserón de aldea-, le consiguieron el “trabajo real”. Ni ella ni sus hijas quisieron hablar nunca de su vida cotidiana en la Corte, cuando regresaban algún verano al pueblo; como tampoco comentaron jamás aquella historia de horror que otra mujer, heredera de recuerdos lejanos, nos contó a propósito de la actualidad de crímenes de género, que parecen resucitar a las piedras que guardan memorias parecidas. Buen sábado; “la flores del Carmen” ya otoñean a pesar de este cielo de verano.
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